Pequeña Gran Revolución

El post de hoy es de los que dan sentido a mi trabajo, de los que te motivan a continuar creciendo como psicóloga, de los que te sacan una sonrisa cuando te llega un mensaje para decirte, «Lorena, puedo seguir sin ti pero saber que estás me da tranquilidad, ya que si en algún momento te necesito, puedo contar contigo»

Por eso le pedí a «Lucia» que compartiese con quien quiera leerlo, su evolución personal, imposible entrar en detalles para describir todas las piedras que surgieron en el camino mientras estaba en terapia, y lo impresionante que me resultaba ver que «Lucia» cada día era más resiliente y tenía una vida apasionante, a veces comentábamos lo curioso que resultaba que a ojos del contexto ella estaba teniendo un año terrible, sin embargo gracias a ese año, estaba descubriéndose a si misma y cogiendo las riendas de su propia vida por primera vez y para siempre.

«Lucia» fue un placer conocerte, animo y ¡a por la vida!

Llegan los treinta, y lo que parece una crisis típica de la edad, se convierte en una pequeña gran revolución y tu vida da un giro de ciento ochenta grados.

En un momento en el que nos dejamos llevar por convencionalismos  que nos dicen que deberíamos tener un trabajo estable, pareja, ir pensando en boda o incluso en tener niños porque es lo que se considera normal, yo me veo en el punto opuesto.

¿No soy normal?, ¿o quizá lo “anormal” es querer tener la misma vida que tenían las mujeres hace treinta o cuarenta años?

Llego a los treinta y me doy cuenta de que quiero y necesito pensar en mí, ¿es egoísmo? Como dice la canción: “depende de según cómo se mire…”, en un momento en el que las mujeres empezamos a encontrar nuestro sitio, a demostrar lo valiosas que somos, no considero descabellado que me apetezca pensar en mí, en desarrollar mi carrera profesional, en cambiarme de peinado, hacerme el tatuaje que siempre he querido, empezar a hacer deporte y a gastar más en cremas que en otra cosa solo por el hecho de gustar a la persona más importante de mi vida: yo.

Se acabó el callarme las cosas para no molestar al de enfrente, se acabó el pensar tanto en los demás y olvidarme de mí.

Se acabó sentirme juzgada por pensar como pienso y por tener la vida que he decidido vivir. Se acabó el dar explicaciones sobre todas y cada una de las cosas que hago en mi vida.

Llego a los treinta y por fin me siento más yo que nunca, más realizada, más madura, más guapa, más segura, más mujer, ¿soy y tengo todo lo que de pequeña soñé que sería y tendría con esta edad? La respuesta es NO, y me encanta que sea así.

No tengo novio, pero tengo un amante que ni mis mejores amigos saben que existe. No tengo hijos, pero de momento me basta con cuidar a mis sobrinos. No tengo una casa en propiedad, pero me encanta mi apartamento de soltera en alquiler.

No soy una top model, pero me cuido para sentirme bien y ahora me quiero más que nunca.

¿Se puede pedir algo más teniendo los mejores treinta que jamás hubiera imaginado?, la respuesta una vez más es NO.

Mentiría si dijera que este cambio no me sorprende, pero ahí está la gracia, ¿por qué pensar siempre de la misma manera?, el cambio es evolución, es conocimiento, es libertad. Y así es como me siento yo: joven, libre, independiente, con ganas de comerme el mundo y más guerrera que nunca.

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Mi cambio en la forma de ver y afrontar la vida, mi vida, por suerte o por desgracia no fue elección propia; mi vida estaba encaminada a ser la vida estándar de una chica de mi edad, pero de un día para otro todo cambió, se derrumbó, e increíblemente, opté por tirar hacia delante con lo que viniese. Hui de los prejuicios y pedí ayuda, ¿qué más podía perder si ya lo había perdido todo? A medida que avanzaba en la terapia iba sintiendo que no lo tenía todo perdido, que disfrutando cada momento presente al máximo, podía ser feliz aunque todo a mi alrededor se hubiese derrumbado.

Conocerme a mí misma, y vencer ciertos miedos que muchas veces nos vienen impuestos, me trajo una serenidad que nunca hasta ese momento había  sentido, ni siquiera en los momentos de mi vida en los que creía que era plenamente feliz.

He aprendido muchas cosas en este periodo de evolución personal. No sabemos cuánto tiempo van a durar las cosas buenas que nos pasan,  antes de que la vida nos de otro palo, por eso exprimir cada momento presente es tan importante, ¿para qué pensar que a lo mejor mañana nada es tan bueno como ahora? Vivimos obsesionados con actuar y hacer algo por pasar los malos momentos para que la tristeza se vaya lo antes posible, ¿por qué?, ¿y si optamos por no hacer nada?, como decía el poeta “todo llega y todo pasa”

Cuando llegue lo malo, si es que llega, ya inventaremos la forma de afrontarlo.

He de reconocer que al principio era reacia a tener ayuda de alguien a quien no conocía y no era de mi círculo de confianza, pero después de todo el camino que hemos andado, y de toda la lucha, me queda la tranquilidad de que ahora puedo con todo lo que me venga; pero si algún día no puedo sola, sé que tendré a alguien que me volverá  a ayudar a encontrar mi norte para poder seguir.

Lucía

La oscuridad…

La mayor parte de las veces, el entorno de una persona que padece depresión grave no es capaz de comprender la complejidad de la situación por la que está pasando su ser querido. Incluso es frecuente que se llegue a acusar al afectado de no poner todo de sí para salir de este estado. Por eso, para poder realmente ponerse en los zapatos de una persona con depresión grave, se hace necesario experimentar en uno mismo el grado de desesperación que la persona con depresión llega a sentir.

Imagina que estás en una habitación completamente vacía y muy, muy oscura, herméticamente cerrada. No hay ventanas. Ni siquiera un minúsculo conducto de ventilación. Allí estás tú solo, desnudo, de pie, completamente abatido y exhausto de buscar desesperadamente una salida inexistente. De pronto, empiezas a notar algo que sube por tus piernas. No lo sabes con certeza, pues no puedes verlo, pero parecen cientos de arañas recorriendo ya la totalidad de tu cuerpo. También comienzas a oír el inconfundible sonido de varias lenguas viperinas que se acercan a ti amenazantes. No hace falta verlas para saber que destilan veneno. En este estado, la desesperación se está apoderando de ti y quieres encontrar una salida. En cambio, lo que aparece ante ti es un enorme león rugiente, cuyo semblante no es amigable precisamente. Ahí estás tú, aterrorizado. Lo único que se pasa por tu cabeza es salir de ahí como sea.

De repente, surge una puerta en la habitación. Es negra y no ofrece mucha confianza. Pero al fin, ves una salida para escapar de este infierno. Aunque al principio te muestras dubitativo, las arañas, las serpientes y el león cada vez se muestran más fieros y despiados. Decides abrir la puerta. Nada de lo que haya al otro lado puede ser peor que lo que ya estás viviendo. Y algo tienes claro; no puedes seguir un segundo más en esa habitación. Ya lo has decidido, vas a cruzar el umbral hacia lo desconocido. Te da miedo, pero no puede haber nada peor que seguir en ese infierno de habitación.

¿Puedes ahora comprender la absoluta desesperación y desesperanza que siente una persona con depresión grave que incluso llega a ver el suicidio como única solución?

Si realmente quieres ayudar y que esa ayuda sea efectiva, puedes empezar a picar desde fuera de la habitación para que desde dentro se pueda atisbar una rendija por la que pueda entrar algo de luz. Cuantos más estéis picando, más grande se podrá hacer ese agujero. Y si no quieres añadir más bichos horribles, ni más oscuridad a la habitación, hay algo que también puedes hacer. Realmente, es algo que no debes hacer: juzgar. Cada vez que juzgas lo que ocurre dentro de esa habitación (juicio basado en la ignorancia absoluta, pues recuerda que desde fuera tú no puedes saber lo que hay; sólo lo sabe la persona que está dentro), multiplicas el número de arañas, las serpientes se recargan con más veneno y el león hambriento acrecienta su rugido.

Rosie